Soy cristiano

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Soy cristiano».
El joven no dijo nada más mientras se mantenía de pie ante el gobernador romano. Su vida pendía de un hilo. Sus acu¬sadores lo apresaron nuevamente con la esperanza de hacerlo errar o forzarlo a retractarse. Sin embargo, una vez más respondió con la mis¬ma frase de apenas dos palabras: «Soy cristiano».
Esto ocurrió a mediados del segundo siglo, durante el reinado del emperador Marco Aurelio.1 El cristianismo era ilegal y los creyentes por todo el Imperio Romano enfrentaban la amenaza de la prisión, la tor¬tura o la muerte. La persecución era especialmente intensa en el sur de Europa, donde se había arrestado y llevado a juicio a Sanctus, un diácono de Viena. Al joven se le decía repetidamente que renunciara a la fe que profesaba. No obstante, su resolución era impertérrita: «Soy cristiano».
Sin importar qué le preguntaran, siempre dio la misma respues¬ta. De acuerdo con Eusebio, el historiador de la iglesia, Sanctus «se ciñó a sí mismo [contra sus acusadores] con tal firmeza que ni siquie¬ra habría dicho su nombre, la nación o ciudad a la que pertenecía, si tenía vínculos o era libre, sino que en lengua romana respondió a todas sus preguntas: “Soy cristiano”».2 Cuando finalmente llegó a ser obvio que no diría nada más, fue condenado a tortura y a la muerte pública en el anfiteatro. El día de su ejecución, se le obligó a sufrir el acoso, a ser sometido a las bestias salvajes y a sujetarse a una silla de hie¬rro ardiente. Durante todo esto, sus acusadores continuaron tratando de quebrantarlo convencidos de que su resistencia se fracturaría bajo el dolor del tormento pero, como narra Eusebio: «Sin embargo, ellos no escucharon una palabra de Sanctus excepto la confesión que había pronunciado desde el principio».3 Sus palabras mortales hablaron de un compromiso inmortal. Su grito concentrado fue constante durante todo su sufrimiento. «Soy cristiano».
Para Sanctus, toda su identidad, incluido su nombre, ciudadanía y status social, se encontraba en Jesucristo. Por ello, no pudo dar mejor respuesta a la pregunta que se le hizo. Era cristiano y esa designación definía todo sobre él.
Esta misma perspectiva la compartieron otros incontables cris¬tianos de la iglesia primitiva. Esto los incitó como testigos, fortaleció su resolución y confundió a sus oponentes. Cuando los arrestaban, estos creyentes osados confiadamente podrían responder como lo hizo Sanctus, con una aseveración sucinta de su lealtad a Cristo.
Como explicó un historiador sobre los primeros mártires:
Ellos [responderían] a todas las preguntas sobre ellos [con] la respuesta corta pero abarcadora: «Soy cristiano». Una y otra vez causaban no poca confusión a sus jueces por la pertinacia con la cual se adherían a esta breve profesión de fe. La pregunta se repetía: «¿Quién eres?» y ellos respondían: «Ya he dicho que soy cristiano y quien dice esto por ende ha nombrado su país, su familia, su profesión y todo lo demás».4
Seguir a Jesús era la suma de toda su existencia.5 En el momento en que la vida misma pendía de un hilo, nada importaba más excepto identificarse ellos mismos con Él.
Para estos creyentes fieles, el nombre «cristiano» era mucho más que una mera designación religiosa. Esto definía todo acerca de ellos, incluyendo cómo se veían a sí mismos y al mundo a su alrededor. El sello enfatizaba su amor por el Mesías crucificado junto a su disposi¬ción a seguirle sin importar el costo. Esto hablaba de la transforma¬ción total que Dios había producido en sus corazones y daba fe de la realidad de que en Él se habían renovado completamente. Ellos habían muerto a su antiguo modo de vida, habiendo nacido nuevamente en la familia de Dios. Cristiano no era simplemente un título sino una forma completamente nueva de pensamiento, una que tenía serias implica¬ciones por cómo vivían, y finalmente cómo morían.

Extraido del Libro: Esclavo - La verdad escondida sobre su identidad en Cristo por John MacArthur

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