Cap. 1 Las Escrituras y El Pecado A. W. Pink

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Cap. 1
Las Escrituras y El Pecado
Hay una razón muy seria para creer que gran parte de la lectura de la Biblia
y de los estudios bíblicos de los ú1timos años ha sido de muy poco provecho
espiritual para aquellos que han realizado la lectura y los estudios. Pero, aún
voy a decir más; mucho me temo que en muchos casos, todo ello ha
resultado más bien en una maldición que en una bendición. Este es un
lenguaje duro, me hago cargo; sin embargo no creo que sea más duro, de lo
que requiere el caso. Los dones divinos son mal usados, y se abusa de la
misericordia divina. Que esto es verdad lo prueba la escasez de los frutos
cosechados. Incluso el hombre natural emprende el estudio de las Escrituras
(y lo hace con frecuencia) con el mismo entusiasmo y placer con que podría
estudiar las ciencias. Cuando se trata de este caso, su caudal de
conocimiento incrementa, pero, lo mismo ocurre con su orgullo. Como el
químico ocupado en hacer experimentos interesantes, el intelectual que
escudriña la Palabra se entusiasma cuando hace algún descubrimiento en
ella; pero, el gozo de este último no es más espiritual de lo que sería el del
químico y sus experimentos. Repitámoslo; del mismo modo que los éxitos del
químico, generalmente, aumentan su sentimiento de importancia propia y
hacen que mire con cierto desdén a otros más ignorantes que él, por
desgracia, ocurre esto también con los que han investigado cronología bíblica,
tipos, profecía y otros temas semejantes.
La Palabra de Dios puede ser estudiada por muchos motivos. Algunos la leen
para satisfacer su orgullo literario. En algunos círculos ha llegado a ser
respetable y popular el obtener un conocimiento general del contenido de la
Biblia simplemente porque se considera como un defecto en la educación el
ser ignorante de la misma. Algunos la leen para satisfacer su sentimiento de
curiosidad, como podrían leer otro libro de nota. Otros la leen para satisfacer
su orgullo sectario. Consideran que es un deber el estar bien versados en las
doctrinas particulares de su propia denominación y por ello buscan
asiduamente textos base en apoyo de «sus doctrinas». Aun otros la leen con
el propósito de poder discutir con éxito con aquellos que difieren de ellos.
Pero, en todos estos casos no hay ningún pensamiento sobre Dios, no hay
anhelo de edificación espiritual y por tanto no hay beneficio real para el alma.
¿En qué consiste pues el beneficiarse verdaderamente de la Palabra? ¿No nos
da 2ª Timoteo 3:16, 17 una respuesta clara a esta pregunta? Leemos allí:
«Toda escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir,
para corregir. para instruir en justicia: a fin de que el hombre de Dios sea
enteramente apto, bien pertrechado para toda buena obra.» Obsérvese lo
que aquí se omite: la Santa Escritura nos es dada, no para la gratificación
intelectual o la especulación carnal, sino para pertrecharnos para «toda
buena obra», y para enseñarnos, corregirnos, instruirnos. Esforcémonos en
ampliar esto con la ayuda de otros pasajes.
1. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le redarguye
o convence de pecado. Esta es su primera misión: revelar nuestra corrupción,
exponer nuestra bajeza, hacer notoria nuestra maldad. La vida moral de un
hombre puede ser irreprochable, sus tratos con los demás impecables, pero
cuando el Espíritu Santo aplica la Palabra a su corazón y a su conciencia,
abriendo sus ojos cegados por el pecado para ver su relación y actitud hacia
Dios, exclama: «¡Ay de mí, que estoy muerto! » Es así que toda alma
verdaderamente salvada es llevada a comprender su necesidad de Cristo.
«Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos»
(Lucas 5:31). Sin embargo no es hasta que el Espíritu aplica la Palabra con
poder divino que el individuo comprende y siente que está enfermo, enfermo
de muerte.
Esta convicción que le hace comprender que la destrucción que el pecado ha
realizado en la constitución humana, no se restringe a la experiencia inicial
que precede inmediatamente a la conversión. Cada vez que Dios bendice su
Palabra en mi corazón, me hace sentir cuán lejos estoy, cuán corto me quedo
del standard que ha sido puesto delante de mí. «Sed santos en toda vuestra
manera de vivir» (1ª Pedro 1: 15). Aquí, pues, se aplica la primera prueba:
cuando leo las historias de los fracasos deplorables que se encuentran en las
Escrituras, ¿me hace comprender cuán tristemente soy como uno de ellos?
Cuando leo sobre la vida perfecta v bendita de Cristo, ¿no me hace reconocer
cuán lamentablemente soy distinto de El?
2. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Biblia le hace sentir
triste por su pecado. Del oyente como el terreno pedregoso se nos dice que
«oye la palabra y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en sí
mismo» (Mateo 13:20, 21); pero de aquellos que fueron convictos de pecado
bajo la predicación de Pedro se nos dice que «se compungieron de corazón»
(Hechos 2:37). El mismo contraste existe hoy. Muchos escuchan un sermón
florido, o un mensaje sobre «la verdad dispensacional» que despliega
poderes de oratoria o exhibe la habilidad intelectual del predicador, pero que,
en general, contiene poco material aplicable a escudriñar la conciencia. Se
recibe con aprobación, pero la conciencia no es humillada delante de Dios o
llevada a una comunión más íntima con El por medio del mensaje. Pero
cuando un fiel siervo de Dios (que por la gracia no está procurando adquirir
reputación por su «brillantez») hace que la enseñanza de la Escritura refleje
sobre el carácter y la conducta, exponiendo los tristes fallos de incluso los
mejores en el pueblo de Dios, y aunque muchos oyentes desprecien al que
da el mensaje, el que es verdaderamente regenerado estará agradecido por
el mensaje que le hace gemir delante de Dios y exclamar: «Miserable
hombre de mí.» Lo mismo ocurre en la lectura privada de la Palabra. Cuando
el Espíritu Santo la aplica de tal manera que me hace ver y sentir la
corrupción interna es cuando soy realmente bendecido.
¡Qué palabras se hallan en Jeremías 31:19!: «Me castigué a mí mismo; me
avergoncé y me confundí.» ¿Tienes alguna idea, querido lector, de una
experiencia semejante? ¿Te produce el estudio de la Palabra un
arrepentimiento así y te conduce a humillarte delante de Dios? ¿Te redarguye
de pecado de tal manera que eres llevado a un arrepentimiento diario
delante de El? El cordero pascua¡ tenía que ser comido con «hierbas
amargas» (Exodo 12:8); y del mismo modo, a los que nos alimentamos de la
Palabra, el Santo Espíritu nos la hace «amarga» antes de que se vuelva dulce
al paladar. Nótese el orden en Apocalipsis 10:9: «Y me fui hacia el ángel
diciéndole que me diese el librito. Y él me dijo: Toma, y cómetelo entero; y
te amargará el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel.» Esta es
siempre la experiencia: debe haber duelo antes del consuelo (Mateo 5:4);
humillación antes de ensalzamiento (1ª Pedro 5:6).
3. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le conduce a
la confesión de pecado. Las Escrituras son beneficiosas por «corregir» (2ª
Timoteo 3:16), y un alma sincera re conocerá sus faltas. Se dice de los que
son carnales: «Porque todo aquel que obra el mal, aborrece la luz y no viene
a la luz, para que sus obras no sean redargüidas» (Juan 3:20). «Dios, sé
propicio a mi pecador» es el grito de un corazón renovado, y cada vez que
somos avivados por la Palabra (Salmo 119) hay una nueva revelación y un
nuevo confesar nuestras transgresiones ante Dios. «El que encubre su
pecado no prosperará: pero el que lo confiesa y se enmienda alcanzará
misericordia» (Proverbios 28:13). No puede haber prosperidad o fruto
espiritual (Salmo 1:3), mientras escondemos en nuestro pecho nuestros
secretos culpables; sólo cuando son admitidos libremente ante Dios, y en
detalle, podemos alcanzar misericordia.
No hay verdadera paz para la conciencia y no hay descanso para el corazón
cuando enterramos en él la carga de un pecado no confesado. El alivio llega
cuando abrimos nuestro seno a Dios. Notemos bien la experiencia de David:
«Mientras callé, se consumieron mis huesos, en mi gemir de todo el día.
Porque de día y de noche pesaba sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en
sequedades de estío» (Salmo 313, 4). ¿Es este lenguaje figurativo, aunque
vivo, algo ininteligible para ti? ¿0 más bien cuenta tu propia historia
espiritual? Hay muchos versículos de la Escritura que no son interpretados
satisfactoriamente por ningún comentario, excepto el de la experiencia
personal. Bendito verdaderamente es lo que sigue a continuación, que dice:
«Mi pecado te declaré y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis
transgresiones a Jehová; y Tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Salmo
32:5).
4. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra produce en él
un profundo aborrecimiento al pecado. «Jehová ama a los que aborrecen el
mal» (Salmo 97:10). «No podemos amar a Dios sin aborrecer aquello que El
aborrece. No sólo debemos aborrecer el mal y rehusar continuar en él, sino
que debemos tomar armas contra él, y adoptar ante él una actitud de sana
indignación» (C. H. Spurgeon). Una de las pruebas más seguras a aplicar a la
supuesta conversión es la actitud del corazón respecto al pecado. Cuando el
principio de la santidad ha sido bien implantado, habrá necesariamente un
odio a todo lo que sea impuro. Si nuestro odio al mal es genuino, estamos
agradecidos cuando la Palabra corrige incluso el mal que no habíamos
sospechado.
Esta fue la experiencia de David: «Por tus mandamientos he adquirido
inteligencia; por eso odio todo camino de mentira» (Salmo 119:104).
Fijémonos bien, que no dice «abstenerse» sino «odiar». «Por eso me dejo
guiar por todos tus mandamientos sobre todas las cosas, y aborrezco todo
camino de mentira» (Salmo 119:128). Pero lo que hace el malvado es
completamente opuesto: «Pues tú aborreces la corrección y echas a tu
espalda mis palabras» (Salmo 50:17). En Proverbios 8:13, leemos: «El
temor de Jehová es aborrecer el mal» y este temor procede de leer la
Palabra de Dios: véase Deuteronomio 17:18, 19. Con razón se ha dicho:
«Hasta que se odia el pecado, no puede ser mortificado; nunca gritarás
contra él, como los judíos hicieron contra Cristo: Crucifícale, crucifícale, hasta
que el pecado te sea tan aborrecible como El era a ellos» (Edward Reyner,
1635).
5. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le hace
abandonar el pecado. «Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el
nombre de Cristo» (2ª Timoteo 2:19). Cuanto más se lee la Palabra con el
objetivo definido de descubrir lo que agrada y lo que desagrada al Señor,
más conoceremos cuál es su voluntad; y si nuestros corazones son rectos
respecto a El, más se conformarán nuestros caminos a su voluntad. Habrá un
«andar en la verdad» (3ª Juan 4). Al final de 2ª Corintios 6 hay unas
preciosas promesas para aquellos que se separan de los infieles. obsérvese,
aquí, la aplicación que el Espíritu Santo hace de ellas. No dice: «Así que,
hermanos, puesto que tenemos estas promesas, consolémonos y tengamos
satisfacción en las mismas», sino que lo que dice es: «limpiémonos de toda
contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor
de Dios» (2ª Corintios 7: 1).
«Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado» (Juan 15:3).
Aquí hay otra regla importante con la cual deberíamos ponernos
frecuentemente a prueba nosotros mismos: ¿Produce la lectura y el estudio
de la Palabra de Dios en mí una limpieza en mis caminos? Antaño se hizo la
pregunta: « ¿Con qué limpiará el joven su camino?», y la divina respuesta
fue «con guardar tu Palabra». Sí, no simplemente con leerla, creerla o
aprenderla de memoria, sino con la aplicación personal de la Palabra a su
«camino». Es guardando exhortaciones como: «Huye de la fornicación» (1ª
Corintios 6: 18); «Huye de la idolatría» (1ª Corintios 10: 14); «Huye de
estas cosas»: (el amor al dinero); «Huye de las pasiones juveniles» (2ª
Timoteo 2:22), que el cristiano es llevado a una separación práctica del mal;
porque el pecado ha de ser no sólo confesado sino «abandonado»
(Proverbios 28:13).
6. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le fortifica
contra el pecado. Las Sagradas Escrituras nos han sido dadas no sólo con el
propósito de revelarnos nuestra pecaminosidad innata, y las muchas
maneras por las que «estamos destituidos de la gloria de Dios» (Romanos
3:23), sino también para enseñarnos cómo obtener liberación del pecado,
cómo evitar el desagradar a Dios. «En mi corazón he guardado tus dichos,
para no pecar contra ti» (Salmo 119: 11). Esto es lo que se requiere de
nosotros. «Recibe la instrucción de su boca y pon sus palabras en tu
corazón» (Job 22:22). Son particularmente los mandamientos, las
advertencias, las exhortaciones que necesitamos hacer nuestras y guardar
como un tesoro; aprenderlas de memoria, meditar en ellas, orar sobre ellas y
ponerlas en práctica. La única manera efectiva de tener un huerto libre de
hierbas, es poner plantas y cuidarlas: «Vence con el bien el mal» (Romanos
12:21). Para que la Palabra de Cristo habite en nosotros más
«abundantemente » (Colosenses 3: 16), es necesario que haya menos
oportunidad para el ejercicio del pecado en nuestros corazones y en nuestras
vidas.
No basta con asentir meramente a la veracidad de las Escrituras; se requiere
que las recibamos en nuestros afectos. Es de la mayor solemnidad el notar
que el Espíritu Santo especifica como base de apostasía el que «no recibieron
el amor de la verdad para ser salvos» (2ª Tesalonicenses 2: 10). « Si se
queda solo en la lengua o en la mente, es sólo asunto de habla y
especulación, pronto se habrá desvanecido. La semilla que permanece en la
superficie pronto es comida por las aves del cielo. Por tanto escóndela en la
profundidad; que del oído vaya a la mente, de la mente al corazón; que se
sature más v más. Sólo cuando prevalece como soberana en el corazón la
recibimos con amor: cuando es más querida que cualquier otro deseo,
entonces permanece» (Thomas Manton).
Nada más nos guardará de las infecciones de este mundo, nos librará de las
tentaciones de Satán, y será tan efectivo para preservarnos del pecado como
la Palabra de Dios recibida con afecto: «La ley de su Dios está en su corazón;
por tanto sus pies no resbalarán» (Salmo 37:31). En tanto que la verdad se
mantiene activa en nosotros, agitando nuestra conciencia, y es realmente
amada, seremos preservados de caer. Cuando José fue tentado por la esposa
de Potifar, dijo: «¿Cómo haría Yo este gran mal y pecaría contra Dios?»
(Génesis 39:9). La Palabra estaba en su corazón, ,v por tanto tuvo poder
para prevalecer sobre el deseo; la santidad inefable, el gran poder de Dios
que es capaz a la vez de salvar y de destruir. Nadie sabe cuándo va a ser
tentado: por tanto es necesario estar preparado contra ello. «¿Quién de
vosotros dará oídos... y escuchará respecto al porvenir?» (Isaías 42:23). Sí,
hemos de ver venir el futuro y estar fortalecidos contra toda eventualidad,
parapetándonos con la Palabra en nuestros corazones para los casos
inesperados. 7. Un individuo se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra
hace que practique lo opuesto al pecado. «El pecado es la trasgresión de la
ley» (1ª Juan 3:4). Dios dice: «Harás esto», el pecado dice: «No harás
esto»; Dios dice: «No harás esto», el pecado dice: «Haz esto.» Así pues, el
pecado es una rebelión contra Dios, la decisión de seguir «por su camino»
(Isaías 53:6). Por tanto el pecado es una especie de anarquía en el reino
espiritual, y puede hacerse semejante a hacer señales con una bandera roja
a la cara de Dios. Por otra parte, lo opuesto a pecar contra Dios es el
someterse a El, como lo opuesto al desenfreno y licencia es el sujetarse a la
ley. Así, el practicar lo opuesto al pecado es andar en el camino de la
obediencia. Esta es otra razón principal por la que se nos dieron las
Escrituras: para hacer conocido el camino que es agradable a Dios. Son
provechosas no sólo para reprender y corregir, sino también para «instruir en
justicia».
Aquí, pues, hay otra regla importante por la que podemos ponernos a prueba
nosotros mismos. ¿Son mis pensamientos formados, mi corazón controlado,
y mis caminos y obras regulados por la Palabra de Dios? Esto es lo que el
Señor requiere: «Sed obradores de la palabra, no solamente oidores,
engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1: 22). Es así que se expresa la
gratitud y afecto a Cristo: «Si me amáis guardad mis mandamientos» (Juan
14:15). Para esto es necesario la ayuda divina. David oró: «Guíame por la
senda de tus mandamientos, porque en ella tengo mi complacencia» (Salmo
119:35). «No sólo necesitamos luz para conocer el camino, sino corazón para
andar en él. Es necesario tener dirección a causa de la ceguera de nuestras
mentes; y los impulsos efectivos de la gracia son necesarios a causa de la
flaqueza de nuestros corazones. No bastará para hacer nuestro deber el
tener una noción estricta de las verdades, a menos que las abracemos y las
sigamos» (Mantón). Notemos que es «el camino de tus mandamientos»: no
un camino a escoger, sino definitivamente marcado; no una «carretera»
pública, sino un «camino» particular.
Que el autor y el lector con sinceridad v diligencia se midan, como en la
presencia de Dios, con las siete medidas que hemos enumerado. ¿Te ha
hecho el estudio de la Biblia más humilde, o más orgulloso, orgulloso del
conocimiento que has adquirido? ¿Te ha levantado en la estimación de tus
prójimos, o te ha conducido a tomar una posición más humilde delante de
Dios? ¿Te ha producido un aborrecimiento más profundo y una prevención
contra ti mismo, o te ha hecho más indulgente y complacido de ti mismo?
¿Ha sido causa de que los que se relacionan contigo, o quizá aquellos a
quienes enseñas, digan: Desearía tener tu «conocimiento» de la Biblia; o te
ha hecho decir a ti: Señor, dame la fe, la gracia y la «santidad» de mi amigo,
de mi maestro? «Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu
aprovechamiento sea manifiesto a todos» (1ª Timoteo 4:15).

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