Cap. 4 Las Escrituras y La Oración A. W. Pink

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Cap. 4
Las Escrituras y La Oración

Un cristiano que no ora es simplemente una contradicción. Como el niño que
nace muerto es un niño muerto, un creyente profeso que no ora está
desprovisto de vida espiritual. La oración es el respirar de la nueva
naturaleza del creyente, como la Palabra de Dios es su alimento. Cuando el
Señor dijo al discípulo de Damasco que Saulo de Tarso se había convertido
de veras, le dijo: «He aquí, Saulo ora» (Hechos 9: 11). En muchas ocasiones
el altivo fariseo había doblado sus rodillas ante Dios y había cumplido sus
«devociones», pero esta vez era la primera vez que «oraba». Esta
importante distinción debe ser subrayada en este día de fórmulas sin poder
(2ª Timoteo 3:5). Aquellos que se contentan con dirigirse a Dios de modo
formal no le conocen; porque «el espíritu de gracia, el de suplicación»
(Zacarías 12: 10), no se separan nunca. Dios no tiene hijos en su familia
regenerada que sean mudos. «¿No vengará Dios a sus escogidos que claman
a El de noche y de día?» (Lucas 18:7). Sí, «claman» a El, no meramente
«rezan» sus oraciones.
Pero es probable que el lector se sorprenda cuando siga leyendo que el autor
cree que, probablemente, el propio pueblo de Dios ¡peca más en sus
esfuerzos para orar que en relación con ningún otro objetivo en que se
ocupa! ¡Qué hipocresía hay en la oración, cuando debería haber sinceridad!
¡Qué exigencias tan presuntuosas, cuando debería haber sumisión! ¡Qué
formalismo, cuando tendría que haber corazones quebrantados! ¡Cuán poco
sentimos realmente los pecados que confesamos, y qué poco sentido de la
profunda necesidad de su misericordia! E incluso cuando Dios consiente en
librarnos de estos pecados, hasta cierto punto, qué frialdad en el corazón,
qué incredulidad, cuánta voluntad propia y autocomplacencia. Los que no
tienen perceptividad para estas cosas son extraños al espíritu de la santidad.
Ahora bien, la Palabra de Dios debería dirigirnos en oración. Por desgracia,
cuán a menudo hacemos que nuestra inclinación carnal sea la que dirige
nuestras peticiones. Las Sagradas Escrituras nos han sido dadas para que «el
hombre de Dios sea enteramente apto, bien pertrechado para toda buena
obra» (2ª Timoteo 3:17). Como que debemos «orar en el Espíritu» (Judas
20), se sigue que nuestras oraciones tienen que estar de acuerdo
considerando que El es el autor de ellas. Se sigue también que según la
medida en que la Palabra de Cristo mora en nosotros en «abundancia»
(Colosenses 3:16), o escasamente, más (o menos) estarán nuestras
peticiones en armonía con la mente del Espíritu, porque «de la abundancia
del corazón habla la boca» (Mateo 12:34). En la medida en que atesoramos
la Palabra de Dios en nuestro corazón, y ésta limpia, moldea y gobierna
nuestro hombre interior, serán nuestras oraciones aceptables a la vista de
Dios. Entonces podemos decir, como dijo David en otro sentido: «Todo es
tuyo y de lo recibido de tu mano te damos» (1ª Crónicas 29:14).
Así que la pureza y el poder de nuestra vida de oración son otro índice por el
cual podemos decidir la extensión de los beneficios que sacamos de la lectura
y estudio de las Escrituras. Si nuestro estudio de la Biblia, bajo la bendición
del Espíritu, no nos resarce del pecado de la falta de oración, revelándonos el
lugar que la oración debe ocupar en nuestra vida diaria, y en realidad no nos
lleva a pasar más tiempo en el lugar secreto con el Altísimo; si no nos
enseña cómo orar de modo más aceptable a Dios, cómo hacer nuestras sus
promesas y reclamarlas, cómo apropiarnos sus preceptos y hacer de ellos
nuestras peticiones, entonces, no sólo no nos ha servido para enriquecer el
alma el tiempo que hemos pasado leyendo y meditando la Palabra, sino que
el mismo conocimiento que hemos adquirido de la letra, servirá para nuestra
condenación en el día venidero. «Sed hacedores de la Palabra, no solamente
oidores, engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1:22). Se aplica a sus
amonestaciones a la oración y a todo lo demás. Veamos ahora siete
diferentes criterios.
1. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos ayudan a comprender la
importancia profunda de la oración. Es de temer que muchos lectores de la
Biblia de hoy (y aun estudiosos) no tienen convicciones profundas de que
una vida de oración definida es absolutamente necesaria para andar y
comunicar con Dios, como lo es para la liberación del poder del pecado, las
seducciones del mundo o los asaltos de Satán. Si esta convicción realmente
poseyera sus corazones, ¿no pasarían más tiempo con el rostro delante de
Dios? Es inútil, si no peor, replicar: «Hay una gran cantidad de obligaciones
que tengo que cumplir y ocupan el tiempo que usaría para la oración, a pesar
de que me gustaría hacerla». Pero, queda el hecho que cada uno de nosotros
pone tiempo aparte para lo que consideramos es imperativo. ¿Quién vive una
vida más activa que la que vivió nuestro Salvador? A pesar de ello encontró
mucho tiempo para la oración. Si verdaderamente deseamos ser intercesores
y hacer súplicas ante Dios y usamos en ello todo el tiempo disponible que
tenemos ahora, El ordenará las cosas de modo que tendremos más tiempo.
2. La falta de convicción positiva en la profunda importancia de la oración se
evidencia claramente en la vida corporativa de los cristianos profesos. Dios
ha dicho sencillamente: «Mi casa será llamada casa de oración» (Mateo
21:13). Notemos: no «casa de predicación o de cánticos», sino de oración.
Sin embargo, en la gran mayoría de las iglesias, incluso dentro de la
ortodoxia, el ministerio de la oración ha pasado a ser negligible. Hay todavía
campañas evangelísticas, Convenciones de enseñanza de la Biblia, pero cuán
raramente se oye de dos semanas puestas aparte para oraciones especiales.
Y ¿qué beneficio proporcionan estas «Convenciones de la Biblia» a las
iglesias si su vida de oración no es reforzada? Pero, cuando el Espíritu de
Dios aplica con poder en nuestros corazones palabras como: «Velad y orad,
para que no entréis en tentación» (Marcos 14: 38); «En toda suplicación y
ruego y acción de gracias sean notorias vuestras peticiones delante de Dios»
(Filipenses 4:6); «Perseverad en la oración, velando en ella con acción de
gracias» (Colosenses 4:2), entonces nos beneficiamos de las Escrituras.
2. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos hacen sentir que no
sabemos bastante cómo orar. «No sabéis pedir como conviene» (Romanos
8:26). ¡Cuán pocos cristianos creen esto verdaderamente! La idea más
común es que la gente sabe bastante bien lo que debe pedir, sólo que son
descuidados o son malos, y dejan de orar por lo que saben bien que es su
deber. Pero, este concepto discrepa por completo de la declaración inspirada
de Romanos 8:26. Hay que observar que observar que esta afirmación que
humilla a la carne, no se hace sobre los hombres en general, sino de los
santos de Dios en particular, entre los cuales el apóstol no vacila en incluirse
el mismo: «No sabemos lo que hemos de pedir como conviene». Si ésta es la
condición del hombre regenerado, mucho peor será la de no regenerado. Con
todo, una cosa es leer y asentir mentalmente lo que dice el versículo, y otra
tener una comprensión de experiencia, porque para que el corazón sienta lo
que Dios requiere de nosotros. El mismo debe obrarlo en nosotros y por
medio de nosotros.
Digo mis oraciones con frecuencia, Pero, ¿oro en verdad? Y van los deseos de
mi corazón, ¿Conforme a las palabras? Lo mismo serviría arrodillarme Y
adorar a una piedra, Que ofrecer a Dios como plegaria Nada más que
palabras, Y labios que se mueven.
Ya hace muchos años que mí madre me hizo aprender de memoria estas
líneas -la cual ya «está presente ahora en el Señor», pero su mensaje, vivo
todavía, me martillea la mente. El cristiano no puede orar a menos que el
Espíritu Santo se lo haga posible, lo mismo que no puede crear un mundo.
Esto ha de ser así, porque la oración real es una necesidad sentida que ha
sido despertada en nosotros por el Espíritu, de modo que pedimos a Dios, en
el nombre de Cristo, aquello que está de acuerdo con su santa voluntad. «Y
ésta es la confianza que tenemos ante él, que si pedirnos alguna cosa
conforme a su voluntad, él nos oye» (1ª Juan 5:14). Pero, el pedir algo que
no es conforme a la voluntad de Dios no es orar, sino atrevimiento. Es
verdad que Dios nos revela su voluntad, y la podemos conocer a través de su
Palabra, sin embargo, no es de la manera que un libro de cocina nos da
recetas culinarias para la preparación de platos. Las Escrituras
frecuentemente enumeran principios que requieren un continuo ejercicio del
corazón y ayuda divina para que veamos su aplicación a los diferentes casos
y circunstancias. De modo que nos beneficiamos de las Escrituras cuando
aprendemos en ellas nuestra profunda necesidad de clamar «Señor,
enséñanos a orar» (Lucas 11: 1) y nos vemos constreñidos a pedirle a El
espíritu de oración.
3. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos damos más cuenta de
nuestra necesidad de la ayuda del Espíritu. Primero, que nos haga conocer
nuestras verdaderas necesidades. Tomemos, por ejemplo, nuestras
necesidades materiales. Con cuánta frecuencia nos hallamos en una situación
externa difícil; las cosas nos oprimen, y deseamos ser librados de estas
tribulaciones y dificultades. Sin duda, pensamos que aquí sabemos «qué» es
lo que tenemos que pedir. De ninguna manera y, al contrario, la verdad es
que a pesar de nuestros deseos de alivio, somos tan ignorantes, nuestro
discernimiento está tan embotado, que (incluso cuando se trata de una
conciencia acostumbrada) no sabemos qué clase de sumisión a su agrado
Dios puede requerir, o cómo podemos santificar estas aflicciones para
nuestro bien interior. Por tanto, Dios considera las peticiones de muchos que
claman pidiendo ayuda sobre cosas externas «aullidos», y no clamar a El con
el corazón (ver Oseas 7:14). «Porque ¿quién sabe lo que es bueno para el
hombre en la vida?» (Eclesiastés 6:12). Ah, la sabiduría celestial es necesaria
para enseñarnos sobre nuestras «necesidades» temporales, a fin de hacer de
ellas un asunto de oración según la mente de Dios.
Quizá puedan añadirse unas pocas palabras a lo que ya se ha dicho.
Podemos pedir sobre cosas temporales escrituralmente (Mateo 6:11, etc.),
pero con una triple limitación. Primero, de modo incidental y no de modo
primario, porque no son éstas las cosas de las que se preocupan los
cristianos de modo principal (Mateo 6:33). Las cosas que deben buscarse
primero y sobre todo, son las cosas celestiales y eternas (Colosenses 3:l),
mucho más importantes y valiosas que las temporales. Segundo, de modo
subordinado, como medio para un fin. El buscar cosas materiales de Dios no
ha de ser a fin de conseguir satisfacción, sino como una ayuda para
agradarle más. Tercero, de modo sumiso, no imperioso, porque esto sería el
pecado de presunción. Además, no sabemos si el que se nos concediera
gracia sobre algo temporal contribuiría realmente a nuestro bienestar
supremo (Salmo 106:18) y por tanto debemos dejarle a Dios que decida.
Tenemos necesidades interiores también, además de las exteriores. Algunas
pueden ser discernidas a la luz de la conciencia, tales como la culpa y la
impureza del pecado, los pecados contra la luz y la naturaleza y la simple
letra de la ley. Sin embargo, el conocimiento que tenemos de nosotros
mismos por medio de la conciencia es tan oscuro y confuso que, aparte del
Espíritu, no somos capaces de descubrir la verdadera fuente de purificación.
Las cosas sobre las cuales los creyentes tienen que tratar primariamente con
Dios en sus súplicas son el esta y la disposición de su alma, o sea espiritual.
Por eso, David no estaba satisfecho con confesar las transgresiones que
conocía y su pecado original (Salmo 51:1-5), sino que dándose cuenta de
que no puede entender bien sus propios errores, desea ser limpiado de los
«errores ocultos» (Salmo 19:12); pero le pide también a Dios que emprenda
una búsqueda de su corazón para encontrar lo que pueda escapársele (Salmo
139:23,24), sabiendo que Dios requiere principalmente «verdad en lo
íntimo» (Salmo 51: 6). Así que en vista de (1ª Corintios 2:10-12,
deberíamos buscar la ayuda del Espíritu para que podamos pedir de modo
aceptable a Dios.
4. Estamos beneficiándonos de las Escrituras cuando el Espíritu nos enseña el
recto propósito de la oración. Dios ha establecido la ordenanza de la oración
por lo menos con un triple designio. Primero, que el Dios Trino sea honrado,
porque la oración es un acto de adoración, rendición de homenaje; al Padre
como Dador, en el nombre del Hijo por medio del cual únicamente podemos
acercarnos a El, a través del poder que nos impulsa. y dirige del Espíritu
Santo. Segundo: para humillar nuestros corazones, porque la oración está
ordenada para traernos a un lugar de dependencia, para desarrollar en
nosotros un sentimiento de nuestra insignificancia, al admitir que sin el
Señor no podernos hacer nada, y que somos como mendigos pidiendo todo lo
que somos y tenemos. Pero, cuán débilmente se cumple esto (si es que :se
cumple) en nosotros, hasta que el Espíritu nos lleva de la mano, quita
nuestro orgullo, y da a Dios el verdadero lugar en nuestros corazones y
pensamientos. Tercero, como un medio de obtener para nosotros mismos las
cosas buenas que pedimos.
Es de temer que una de las principales razones por las que muchas oraciones
quedan sin contestar es que tenemos un objetivo equivocado o sin valor.
Nuestro Salvador dice: «Pedid y recibiréis» (Mateo 7:7); pero Santiago
afirma de algunos que «Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en
vuestros deleites». (Santiago 43). El orar pidiendo algo, pero no de modo
expreso con miras a aquello para lo cual Dios lo ha designado, es «pedir
mal»; y por tanto sin propósito eficaz. Toda la confianza que tenemos en
nuestra propia sabiduría e integridad, si se nos deja proseguir nuestros
objetivos nunca se ajustará a la voluntad de Dios. Hasta que el Espíritu
restringe a la carne en nosotros, nuestros afectos propios naturales
desordenados interfieren con nuestras súplicas, á las hacen inservibles.
«Todo lo que hacéis, hace lo para la gloria de Dios» (1ª Corintios 10:31), sin
embargo, nadie excepto el Espíritu puede hacer que nos subordinemos en
nuestros deseos a la gloria de Dios.
5. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos enseñan a reclamar las
promesas de Dios. La oración debe ser hecha con fe (Romanos 10: 14), de lo
contrario Dios no la escuchará. Ahora bien, la fe tiene respeto a las promesas
de Dios (Hebreos 4:1; Romanos 4:21); si, por tanto, no comprendemos qué
es lo que Dios ha prometido, no podemos orar. «Las cosas secretas
pertenecen a Jehová, nuestro Dios» (Deuteronomio 29:29), pero la
declaración de su voluntad y la revelación de su gracia nos pertenecen, y son
nuestra regla. No hay nada que podamos necesitar que Dios no se haya
comprometido a proporcionárnoslo, si bien de tal forma y bajo tales
limitaciones que aseguren que será para nuestro bien y nos serán útiles. Por
otra parte, nada hay que Dios haya prometido, que no tengamos necesidad
de ello, o que de una manera u otra no nos afecte como miembros del
cuerpo místico de Cristo. Por ello, cuanto mejor estemos familiarizados con
las promesas divinas, y cuanto más comprendamos sus bondades, gracia y
misericordia preparadas y propuestas en ellas, mejor equipados estamos
para orar de modo aceptable.
Algunas de las promesas de Dios son generales más bien que específicas;
algunas son condicionales, otras incondicionales, algunas se cumplen en esta
vida, otras en la vida venidera. Tampoco podemos nosotros discernir por
nuestra cuenta qué promesa es más apropiada para nuestro caso particular y
la situación presente, o cómo apropiarla por fe y reclamarla rectamente de
Dios. Por tanto, se nos dice de modo explícito: «Porque ¿quién de los
hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en
él? Así tampoco nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y
nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que
proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha otorgado
gratuitamente.» (1ª Corintios 2:11,12). Si alguien contestara: si se requiere
tanto para que una oración sea aceptable, si no podemos presentar
peticiones a Dios con menos molestia de la que se indica, habrá pocos que
quieran persistir durante algún tiempo en este deber», lo único que
podríamos decirle es que esta persona no tiene la menor idea de lo que es
orar ni parece tener interés en saberlo.
6. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos llevan a una completa
sumisión a Dios. Como se dijo antes, uno de los propósitos divinos al
establecer la oración como una ordenanza es para ayudarnos a sentirnos
humildes. Esto se muestra exteriormente cuando doblamos las rodillas ante
el Señor. La oración es un reconocimiento de nuestra impotencia, un mirar a
Dios de quien esperamos ayuda. Es admitir su suficiencia para suplir nuestra
necesidad. Es el hacer conocidas nuestras «peticiones» (Filipenses 4:6) a
Dios; pero peticiones es algo muy distinto de «requerimientos». «El trono de
la gracia no existe para que nosotros podamos acudir a él para obtener
satisfacciones de nuestras pasiones» (Wm. Gurnall). Hemos de presentar
nuestro caso delante de Dios, pero dejar que su sabiduría superior prescriba
la forma de decidirlo. No debe haber intentos de imposición, ni podemos
«reclamar» nada de Dios, porque somos como mendigos dependientes de su
misericordia. En todas nuestras peticiones debemos añadir: «Sin embargo,
hágase tu voluntad, no la mía».
Pero, ¿no puede la fe presentar a Dios sus promesas y esperar una
respuesta? Ciertamente; pero debe ser la respuesta de Dios. Pablo pidió a
Dios que le quitara la espina de la carne tres veces; pero en vez de hacerlo el
Señor le dio gracia para sobrellevarla (2ª Corintios 12). Muchas de las
promesas de Dios son generales, en vez de personales. Ha prometido
pastores, maestros Y evangelistas a su Iglesia, y con todo hay muchos
grupos de creyentes que languidecen por falta de ellos. Algunas de las
promesas de Dios son indefinidas y generales en vez de absolutas y
universales: como por ejemplo, en Efesios 6:2,3. Dios no se ha obligado a
dar nada de modo específico, a conceder la cosa particular que pedimos,
incluso cuando pedimos con fe. Además, El se reserva el derecho de decidir
el momento y sazón para concedernos sus misericordias. «Buscad a Jehová
todos los humildes de la tierra, los que pusisteis por obra sus ordenanzas;
buscad la justicia, buscad la mansedumbre; quizá quedaréis resguardados en
el día del enojo de Jehová.» (Sofonías 2:3). Por el hecho de que «quizá» Dios
me conceda una misericordia temporal determinada, es mi deber
presentarme ante El y pedirla, sin embargo, debo estar sumiso a su voluntad
para la concesión de la misma.
7. Estamos beneficiándonos de las Escrituras cuando la oración se vuelve un
gozo real y profundo. El mero «decir nuestras oraciones» cada mañana y
noche es una tarea pesada, un deber que debe ser cumplido que nos hace
dar un suspiro de alivio cuando hemos terminado. Pero el presentarnos
realmente ante la presencia de Dios, para contemplar la gloriosa luz de su
faz, para estar en comunión con El en el propiciatorio, es un anticipo de la
bienaventuranza eterna que nos aguarda en el cielo. Quien es bendecido con
esta experiencia dice con el salmista: «El acercarme a Dios es el bien».
(Salmo 73:8.) Sí, bien para el corazón, porque le da paz; bien para la fe,
porque la fortalece; bien para el alma, porque la bendice. Es la falta de esta
comunión del alma con Dios que se halla a la raíz de la falta de respuesta a
nuestras oraciones: «Pon asimismo tu delicia en Jehová, y él te concederá las
peticiones de tu corazón.» (Salmo 37:4.)
¿Qué es lo que, bajo la bendición del Espíritu, produce este gozo en la
oración? Primero, es el deleite del corazón en Dios como el Objeto de la
oración, y particularmente el reconocer y comprender que Dios es nuestro
Padre. Así que, cuando los discípulos pidieron al Señor Jesús que les
enseñara a orar, dijo: «Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás
en los cielos.» Y luego: «Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su
Hijo, el cual clama: ¡Abba, o sea, Padre!» (Gálatas 4:6), que incluye un
deleite filial, santo en Dios, como los hijos tienen deleite en sus padres
cuando se dirigen con afecto a ellos. Y de nuevo, en Efesios 2:18, se nos dice
para fortalecer la fe y consuelo de nuestros corazones: «Porque por medio de
él los unos y los otros tenemos acceso por un mismo Espíritu al Padre.» ¡Qué
paz, qué seguridad, qué libertad da esto al alma: saber que nos acercamos a
nuestro Padre!
Segundo. El gozo en la oración es incrementado porque el corazón capta el
alma y contempla a Dios en el trono de gracia: una vista o perspectiva, no
por imaginación de la carne, sino por iluminación espiritual, porque es por fe
que «vemos al Invisible» (Hebreos 11:27); la fe es «la evidencia de las cosas
que no se ven» (Hebreos 11: l), hace evidente y presente su objeto propio a
los ojos de los que creen. Esta visión de Dios en su «trono» tiene que
conmover el alma. Por tanto se nos exhorta: «Acerquémonos, pues,
confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar
gracia para el oportuno socorro» (Hebreos 4:16).
Tercero. Del versículo anterior sacamos también que la libertad y el deleite
en la oración son estimulados por ver que, Dios, por medio de Jesucristo,
está dispuesto a dispensarnos gracia y misericordia a los pecadores
suplicantes. No tenemos que vencer ninguna resistencia suya. Dios está más
dispuesto a dar que nosotros a recibir. Así se le presenta en Isaías 30:18:
«Con todo esto, Jehová aguardará para otorgaros su gracia.» Sí, Dios
aguardará a que le busquemos; aguardará a que los fieles echen mano de su
disposición para bendecir. Su oído está siempre atento al clamor del justo.
Por tanto «acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe»
(Hebreos 10:22); «sean presentadas vuestras peticiones delante de Dios,
mediante oración y ruego con acción de gracias y la paz de Dios, que
sobrepasa a todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros
pensamientos en Cristo Jesús» (Filipenses 4:6, 7).

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