Cap. 3 Las Escrituras y Cristo A. W. Pink

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Cap. 3
Las Escrituras y Cristo


El orden que seguimos en esta serie es el de la experiencia. No es hasta que
el hombre está completamente disgustado consigo mismo que empieza a
aspirar hacia Dios. La criatura caída, engañada por Satán, está satisfecha de
ella misma, hasta que sus ojos cegados por el pecado son abiertos para
darse una mirada a sí mismo. El Espíritu Santo obra primero en nosotros un
sentimiento de nuestra ignorancia, vanidad, pobreza y corrupción, antes de
llevarnos a percibir y reconocer que en Dios solamente podemos encontrar
verdadera sabiduría, felicidad real, bondad perfecta y justicia inmaculada.
Hemos de ser hechos conscientes de nuestras imperfecciones antes de poder
apreciar rectamente las divinas perfecciones. Cuando contemplamos las
perfecciones de Dios, el hombre se convence más aún de la infinita distancia
que le separa del Altísimo. Al conocer algo de las exigencias que Dios le
presenta, y ante su completa imposibilidad de cumplimentarlas, está
preparado a escuchar y dar la bienvenida a las buenas nuevas de que Otro
ha cumplido plenamente estas exigencias para todos los que creen en El.
«Escudriñad las Escrituras», dijo el Señor Jesús, y luego añadió: «porque...
ellas son las que dan testimonio de Mí» (Juan 5:39). Testifican de El cómo el
único Salvador para los pecadores perdidos, cómo el único Mediador entre
Dios y el hombre, cómo el único que puede acercarse al Padre. Ellas
testifican las maravillosas perfecciones de su persona, las glorias variadas de
los oficios que cumple, la suficiencia de su obra consumada. Aparte de la
Escritura, no le podemos conocer. En ellas solamente es que nos es revelado.
Cuando el Santo Espíritu muestra al hombre algunas de las cosas de Cristo,
haciéndolo con ello conocido al alma, no usa otra cosa que lo que está escrito.
Aunque es verdad que Cristo es la clave de la Escritura, es igualmente
verdad que sólo en la Escritura tenemos un descubrimiento del «misterio de
Cristo» (Efesios 3:4).
Ahora bien, la medida de lo que nos beneficiamos de la lectura y estudio de
las Escrituras puede ser determinado por la extensión en que Cristo ha
pasado a ser más real y más precioso en nuestros corazones. El «crecer en la
gracia» se define como «y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo» (2.a Pedro 3: 18): La segunda parte del versículo no es algo
añadido a la primera, sino una explicación de la misma. El «conocer» a Cristo
(Filipenses 3:10) era el anhelo y objetivo supremo del apóstol Pablo, deseo y
objetivo al cual subordinaba todos sus otros intereses. Pero, notémoslo bien:
el «conocimiento» del cual se habla en estos versículos no es intelectual, sino
espiritual, no es teórico sino experimental, no es general, sino personal. Es
un conocimiento sobrenatural, que es impartido en el corazón regenerado
por la operación del Santo Espíritu, según El mismo interpreta y nos aplica
las Escrituras concernientes al mismo.
Ahora bien, el conocimiento de Cristo que el Espíritu bendito imparte al
creyente por medio de las Escrituras, le beneficia de diferentes maneras,
según los marcos, circunstancias y necesidades variables. Con respecto al
pan que Dios dio a los hijos de Israel durante su peregrinaje en el desierto,
se dice que «algunos recogían más, otros menos» (Éxodo 16:17). Lo mismo
es verdad de nuestra captación de El, de quien el maná era un tipo. Hay algo
en la maravillosa persona de Cristo que es exactamente apropiado a cada
condición, cada circunstancia, cada necesidad, tanto en el tiempo como en la
eternidad. Hay una inagotable plenitud en Cristo» (Juan 1: 16) que está
disponible para que saquemos de ella, y el principio que regula la extensión
en la cual pasamos a ser «fuertes en la gracia que es en Cristo Jesús» (2ª
Timoteo 2: l), es «según tu fe te sea hecho» (Mateo 9:29).
1. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando éstas le revelan su
necesidad de Cristo. El hombre en su estado natural se considera
autosuficiente. Es verdad, tiene una vaga percepción de que hay algo que no
está del todo bien entre él y Dios, sin embargo no tiene dificultades para
convencerse de que puede hacer lo necesario para propiciarle. Esto está a la
base de toda religión humana, empezada por Caín, en cuyo «camino» (Judas
11) todavía andan las multitudes. Dile a un devoto «religioso formalista» que
«los que viven según la carne no pueden agradar a Dios», y al punto su
urbanidad y cortesía hipócritas son sustituidas por la indignación. Así era
cuando Cristo estaba en la tierra. El pueblo más religioso de todos, los judíos,
no tenían sentido de que estaban «perdidos» y en desesperada necesidad de
un Salvador Todopoderoso.
«Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos»
(Matea 9:12). Es la misión particular del Espíritu Santo, por medio de su
aplicación de las Escrituras, el redargüir a los pecadores de pecado y
convencerles de su desesperada condición, llevarles a ver que su estado es
tal que «desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en ellos cosa sana,
sino herida, hinchazón y podrida llaga» (Isaías 1:6). Cuando el Espíritu nos
convence de pecado -nuestra ingratitud a Dios, nuestro murmurar, nuestro
descarrío de El- cuando insiste en los derechos de Dios -su derecho a nuestro
amor, obediencia y adoración- y todos nuestros tristes fallos en rendirle lo
que se le debe, entonces reconocemos que Cristo es nuestra única esperanza,
y que, excepto si nos acogemos a El como refugio, la justa ira de Dios caerá
irremisiblemente sobre nosotros.
Ni hemos de limitar esto a la experiencia inicial de la conversión. Cuando
más el Espíritu profundiza su obra de gracia en el alma regenerada, más
consciente se vuelve el individuo de su contaminación, su pecaminosidad y
su miseria; y más descubre su necesidad de la preciosa sangre que nos
limpia de todo pecado, y le da valor. El Espíritu está aquí para glorificar a
Cristo, y la manera principal en que lo hace es abriéndonos los ojos más y
más para que veamos por quién murió Cristo, cuán apropiado es Cristo para
las criaturas desgraciadas, ruines y contaminadas. Sí, cuanto, más nos
beneficiamos realmente de nuestra lectura de las Escrituras, más vemos
nuestra necesidad de Cristo.
2. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando éstas le hacen a Cristo
más real, en él gran masa de la nación israelita no veía más que la cáscara
externa en las ceremonias y ritos que Dios les había dado, pero el remanente
regenerada tuvieron el privilegio de ver a Cristo mismo. «Abraham se
regocijó viendo mi día», dijo Cristo (Juan 8:56). Moisés estimó el «reproche
de Cristo» más que las grandes riquezas y tesoros de Egipto (Hebreos 11:26).
Lo mismo es en el Cristianismo. Para las multitudes, Cristo no es más que un
nombre, a lo más un personaje histórico. No tiene tratos personales con El,
no gozan de comunión espiritual con El. Si ellos oyen a uno hablar del
arrebatamiento de su excelencia, le consideran como un fanático o un
entusiasta. Para ellos Cristo es vago, ininteligible, irreal. Pero para el
cristiano consagrado la cosa es muy distinta. El lenguaje de su corazón es:
Oí la voz de Jesucristo No quiero oír ya otra.
Vi la faz de Jesucristo Esto ya basta a mi alma.
Sin embargo esta visión bienaventurada no es la experiencia sistemática e
invariable de los santos. Tal como hay nubes entre el sol y la tierra
ocasionalmente, también hay fallos en nuestro camino que interrumpen
nuestra comunión con Cristo y sirven para escondernos la luz de su rostro.
«El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama; y el
que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a
él» (Juan 14:21). Sí, es a aquel que por la gracia anda por el camino de la
obediencia a quien el Señor Jesús se manifiesta. Y cuando más frecuentes y
prolongadas son estas manifestaciones, más real El se vuelve para el alma,
hasta que Puede decir con Job: «De oídas te conocía; más ahora mis ojos te
ven.» De modo que cuanto más Cristo pasa a ser una realidad viviente en mí,
más me beneficio de la Palabra.
3. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando más absorbido queda en
las perfecciones de Cristo. Lo que lleva al alma a Cristo al principio es un
sentido de necesidad, pero lo que le atrae después es la comprensión de su
excelencia, Y ésta le hace seguirlo. Cuanto más real se vuelve ¡Cristo, más
somos atraídos por sus perfecciones. Al principio lo vemos sólo como un
Salvador, pero cuando el Espíritu continúa llevándonos a las cosas de Cristo y
nos las muestra, descubrimos que en su cabeza hay «muchas coronas»
(Apocalipsis 19:12). En el Antiguo Testamento se le llama: «Su nombre será
llamado Admirable» (Isaías 9:6). Su nombre significa todo lo que es, según
nos hacen conocer las Escrituras. «Admirables» son sus oficios, en su
número, variedad y suficiencia. El es el Amigo más íntimo que el hermano, la
ayuda segura en tiempo de necesidad. El es el Sumo Sacerdote, que
comprende nuestras flaquezas. El es el Abogado para con el Padre, que
defiende nuestra causa cuando Satán nos acusa.
Tenemos la necesidad de estar ocupados con Cristo, estar sentados a sus
pies como María, y recibir de su plenitud. Nuestro deleite principal debería
ser: «Considerar al Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión»
(Hebreos 3: 1): para contemplar las variadas relaciones que tiene con
nosotros, meditar en las muchas promesas que nos ha dado, regalarnos en el
maravilloso e inmutable amor que nos tiene. Al hacerlo, nos deleitaremos en
el Señor, de forma que los cantos de sirena del mundo no tendrán el menor
encanto para nosotros. ¿Conoces, lector amigo, algo de esto en tu
experiencia presente? ¿Es tu gozo principal el estar ocupado con El? Si no, tu
lectura y estudio de la Biblia te han beneficiado muy poco de verdad.
4. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando Cristo se vuelve más
precioso para él. Cristo es precioso en la estimación de los verdaderos
creyentes (1.a Pedro 2:7). Su nombre es para ellos «ungüento derramado».
Consideran todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento
de Cristo Jesús su Señor (Filipenses 3:8). Como la gloria de Dios que
apareció como una visión maravillosa en el templo y en la sabiduría y
esplendor de Salomón, atrajo adoradores desde los últimos cabos de la tierra,
la excelencia de Cristo, sin paralelo, que fue prefigurada por aquella, es más
poderosa aún para atraer los corazones de su pueblo. El Demonio lo sabe
muy bien, y por ello sin cesar se ocupa en cegar la mente de aquellos que no
creen, colocando delante de ellos todos los atractivos del mundo. Dios le
permite también que asalte al creyente, porque está escrito: «Resistid al
diablo, y de vosotros huirá» (Santiago 4:7). Resistidle por medio de la
oración sincera y fervorosa y específica, pidiendo al Espíritu que te atraiga
los sentidos hacia Cristo.
Cuanto más nos dejamos absorber por las perfecciones de Cristo, más le
amamos y le adoramos. Es la falta de conocimiento experiencial de El que
hace que nuestros corazones sean fríos hacia El. Pero, donde se cultiva la
comunión diaria el cristiano puede decir con el Salmista: «¿A quién tengo en
el cielo sino en Ti? No hay para mí otro bien en la tierra» (Salmo 73:25).
Esto es la verdadera esencia y naturaleza distintiva del verdadero
Cristianismo. Los fanáticos legalistas pueden ocuparse diligentemente de
diezmar la menta, el anís y el comino, pueden recorrer mar y tierra para
arrastrar un prosélito, pero no tienen amor a Dios en Cristo. Es el corazón lo
que Dios contempla: «Hijo mío, dame tu corazón» (Proverbios 23:26), nos
pide. Cuanto más precioso es Cristo para nosotros más se deleita El en
nosotros.
5. Un individuo que se beneficia de las Escrituras tiene una confianza
creciente en Cristo. Hay «fe pequeña» (Mateo 14:3) y «fe grande» (Mateo
8:10). Hay la «plena seguridad de la fe» (Hebreos 10: 22), y el confiar en el
Señor « de todo corazón» (Proverbios 3:5). De la misma manera que hay el
crecer «de fortaleza en fortaleza» (Salmo 84:7), leemos de ir «de fe en fe»
(Romanos 1:17). Cuanto más firme y fuerte es nuestra fe, más honramos a
Jesucristo. Incluso en una lectura rápida de los cuatro Evangelios se revela el
hecho que nada complacía más al Señor que la firme confianza que ponían
en El aquellos que realmente contaban con El. El mismo vivió y anduvo por fe,
y cuanto más lo hacemos, más son confirmados los «miembros» como una
unidad con la «cabeza». Por encima de todo hay una cosa que hemos de
proponernos y buscar diligentemente en la oración: que aumente nuestra fe.
De los Tesalonicenses Pablo pudo decir: «vuestra fe va creciendo» (II
Tesalonicenses 1:3).
Ahora bien, no podemos confiar en Cristo en lo más mínimo a menos que le
conozcamos, y cuanto mejor le conocemos más confiaremos en El. «En ti
confiarán los que conocen tu nombre» (Salmo 9: 10). A medida que Cristo
pasa a ser más real al corazón, nos ocupamos más y más con sus
perfecciones y El se vuelve más precioso para nosotros, la confianza en El se
profundiza hasta que pasa a ser tan natural confiar en El como respirar. La
vida cristiana es andar por fe (2ª Corintios 5:7), y esta misma expresión
denota un progreso continuo, una liberación progresiva de las dudas y los
temores, una seguridad más plena de que todas sus promesas serán realiza
as. Abraham es el Padre de los creyentes, y por ello la crónica de su vida nos
proporciona una ilustración de lo que significa una confianza que se va
haciendo más profunda. Primero, obedeciendo una simple palabra de Dios
abandonó todo lo que amaba según la carne. Segundo, prosiguió adelante
dependiendo simplemente de El y residió como extranjero y peregrino en la
tierra prometida, aunque nunca tuvo bajo su posesión un palmo de la misma.
Tercero, cuando se le prometió que le nacería simiente en su edad provecta,
no consideró los obstáculos que había en el cumplimiento de la promesa, sino
que su fe le hizo dar gloria a Dios. Finalmente, cuando se le llamó para
ofrendar a Isaac, a pesar de que esto impediría la realización de la promesa
en el futuro, consideró que Dios «podía levantarle incluso de los muertos»
(Hebreos 11: 19).
En la historia de Abraham se nos muestra cómo la gracia puede someter un
corazón incrédulo, cómo el espíritu puede salir victorioso de la carne, cómo
los frutos sobrenaturales de una fe dada y sostenida por Dios pueden ser
producidos por un hombre con pasiones o debilidades como las nuestras.
Esto se nos presenta para animarnos, para que oremos que Dios quiera obrar
en nosotros lo que obró en el padre de los fieles. No hay nada que complazca,
honre y glorifique a Cristo como la confianza firme y expectante, cuál de un
niño, por parte de aquellos a quienes ha dado motivo para que confíen en El
de todo su corazón. Y nada evidencia mejor que nos hemos beneficiado de
las Escrituras que una fe creciente en Cristo.
6. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando éstas engendran en él
un deseo cada vez más profundo de agradar a Cristo. «No sois vuestros,
pues comprados sois por precio» (1ª Corintios 6:19, 20), es el primer gran
hecho que el cristiano tiene que entender bien. Para ello no debe «vivir para
sí sino para aquel que murió El» (2ª Corintios 5:15). El amor se deleita en
agradar lo que ama, y cuanto más el afecto nos atraiga a Cristo más
desearemos honrarle por medio de una vida de obediencia a su voluntad,
según la conocemos. « Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan
14:23). No es en emociones alegres y felices o en profesiones verbales de
devoción, sino en el tomar su yugo y someternos prácticamente a sus
preceptos que honramos a Cristo principalmente.
En este punto es, precisamente, que se comprueba la autenticidad de
nuestra profesión de fe. ¿Tiene fe en Cristo aquél que no hace ningún
esfuerzo para conocer su voluntad? ¡Qué desprecio para un rey si sus
súbditos rehusaran leer sus proclamas! Donde hay fe en Cristo habrá deleite
en sus mandamientos y tristeza cuando son quebrantados. Cuando
desagradamos a Cristo lamentamos nuestro fallo. Es imposible creer
seriamente que fueron mis pecados los que causaron que el Hijo de Dios
derramara su preciosa sangre sin que yo aborrezca estos pecados. Si Cristo
sufrió bajo el pecado, también hemos de sufrir nosotros. Y cuanto más
sinceros son estos gemidos, más sinceramente buscaremos gracia para ser
librados de todo lo que desagrada al Redentor, y reforzar nuestra decisión
para hacer todo lo que le complace.
7. Un individuo se beneficia de las Escrituras cuando le hacen anhelar la
segunda venida de Cristo. El amor puede satisfacerse sólo con la vista del
objeto amado. Es verdad que incluso ahora contemplamos a Cristo por la fe;
sin embargo es «como a través de un espejo, oscuramente». Pero, cuando
venga le veremos «cara a cara» (1ª Corintios 13:12). Entonces se cumplirán
sus propias palabras: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que dónde
yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has
dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo» (Juan
17:24). Sólo esto satisfará plenamente los deseos de su corazón, y sólo esto
llenará los anhelos de los redimidos. Sólo entonces «verá el fruto de su
trabajo y será satisfecho» Isaías 53: 1l); y « En cuanto a Mí, veré tu rostro
en justicia; al despertar, me saciaré de tu semblante» (Salmo 17: 15).
Al retorno de Cristo habremos terminado con el pecado para siempre. Los
elegidos son predestinados a ser conformados a la imagen del Hijo de Dios, y
el propósito divino será realizado sólo cuando Cristo reciba a su pueblo a sí
mismo. «Seremos como El es, porque le veremos tal como El es.» Nunca
más nuestra comunión con El será interrumpida, nunca más habrá gemido o
clamor sobre nuestra corrupción; nunca más nos acusará la incredulidad. El
presentará a sí mismo «la Iglesia, como una iglesia gloriosa, sin mancha, ni
arruga ni cosa semejante, sino santa y sin mancha» (Efesios 5:27). Este es
un momento que estamos esperando ávidamente. Esperamos con amor a
nuestro Redentor. Cuanto más anhelamos al que ha de venir, más
despabilamos nuestras lámparas en la ávida expectativa de su llegada, más
evidencia damos de que nos beneficiamos del conocimiento de la Palabra.
Que el lector y el autor busquen sinceramente la presencia de Dios en sí
mismos. Que busquemos respuestas verídicas a estas preguntas. ¿Tenemos
un sentido más profundo de nuestra necesidad de Cristo? ¿Se vuelve Cristo
para nosotros una realidad más brillante y viva? ¿Estamos hallando más
deleite al ocuparnos de sus perfecciones? ¿Está Cristo haciéndose más y más
precioso para nosotros diariamente? ¿Crece nuestra fe en El de modo que
confiamos más en El para todo? ¿Estamos buscando realmente complacerle
en todos los detalles de nuestras vidas? ¿Estamos deseándole tan
ardientemente que nos llenaría de gozo si regresara durante las próximas
veinticuatro horas? ¡Que el Espíritu Santo escudriñe nuestros corazones con

estas preguntas específicas!

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