Cap. 10 Las Escrituras y El Amor A. W. Pink

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Cap. 10
Las Escrituras y El Amor

En los capítulos anteriores hemos procurado indicar algunas de las maneras
en que podemos discernir si nuestra lectura y estudio de las Escrituras ha
sido de bendición o no para nuestras almas. Muchos se engañan en este
asunto, confundiendo un deseo para adquirir conocimiento con un amor
espiritual de la Verdad (2ª Tesalonicenses 2:10), no dándose cuenta de que
la adición de conocimiento no es lo mismo que el crecimiento de la gracia.
Gran parte depende del objetivo que nos proponemos cuando nos dirigimos a
la Palabra de Dios. Si es simplemente el familiarizarnos con su contenido
para estar mejor versados en sus detalles, es muy probable que el jardín de
nuestras almas permanezca sin flores; pero si es el deseo, en oración, de ser
corregidos y enmendados por la Palabra, de ser escudriñados por el Espíritu,
de ser conformados en nuestro corazón por sus santos requerimientos,
entonces podemos esperar una bendición divina.
En los capítulos precedentes nos hemos esforzado para indicar las cosas
vitales por medio de las cuales podemos descubrir qué progreso estamos
haciendo en nuestra piedad personal. Se han dado varios criterios, los cuales
han de ser usados por el autor y por el lector sinceramente, para medirse
con ellos. Hemos insistido en pruebas como: ¿Crece en mí el aborrecimiento
al pecado, y la liberación práctica de su poder y contaminación? ¿Estoy
progresando en la intensidad el conocimiento de Dios y de Jesucristo? ¿Es mi
vida de oración más sana? ¿Son mis buenas obras más abundantes? ¿Es mi
obediencia más fácil y alegre? ¿Vivo más separado del mundo y sus afectos y
caminos? ¿Estoy aprendiendo a hacer un uso recto y provechoso de las
promesas de Dios, me deleito en El, y es su gozo mi fuerza cada día? A
menos que pueda decir que estas cosas son mi experiencia, por lo menos en
cierta medida, es de temer que mi estudio de las Escrituras no me beneficia
poco ni mucho.
No parecería apropiado terminar estos capítulos sin dedicar uno a la
consideración del amor cristiano. La extensión en la cual cultivo esta gracia
espiritual me ofrece todavía un modo de medir hasta qué punto mi lectura de
la Palabra de Dios me ha ayudado espiritualmente. Nadie puede leer las
Escrituras con un poco de atención sin descubrir lo mucho que tienen que
decir sobre el amor, y por tanto nos corresponde a cada uno el discernir, con
cuidado y en oración, si hay en nosotros realmente amor espiritual, y si su
estado es sano y es ejercido propiamente.
El tema del amor cristiano es demasiado extenso para que lo podamos
considerar en sus varias fases dentro del espacio de un capítulo. Deberíamos
empezar, propiamente contemplando el ejercicio de nuestro amor hacia Dios
y hacia Cristo, pero esto ya lo hemos tocado, por lo menos, en los capítulos
precedentes, y no vamos a insistir. Se puede decir mucho, también, acerca
de 1 naturaleza del amor natural que debemos a lo que pertenecen a la
misma familia que nosotros pero, hay menos necesidad de hablar de esto
que de otro tema, o sea, el del amor espiritual a lo hermanos, los hermanos
en Cristo.
1. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando percibimos la gran importancia del
amor cristiano. En ninguna parte se hace más énfasis sobre esto que en el
capítulo trece de 1ª Corintios. Allí el Espíritu Santo nos dice que aunque un
cristiano profeso pueda hablar con elocuencia de las cosas divinas, si no tiene
amor, es como un címbalo que retiñe, o sea un ruido, sin vida. Que aunque
pueda profetizar, comprender los misterios y tener sabiduría, y tenga fe para
obrar milagros, si carece de amor, espiritualmente es como si no existiera. Es
más, si con altruismo diera todas sus posesiones para alimentar a los pobres,
si entregara su cuerpo a una muerte de mártir, con todo, si no tiene amor,
no le aprovecha para nada. ¡Cuán alto es el valor que se pone sobre el amor,
y cuán esencial para mí es el poseerlo!
Dijo nuestro Señor: «En esto conocerá el mundo que sois mis discípulos, en
que os améis los unos a los otros» (Juan 13:35). Por el hecho de que Cristo
hiciera del amor la marca distintiva del discipulado cristiano podemos darnos
cuenta de la gran importancia del amor. Es una prueba esencial de
autenticidad en nuestra profesión: no podemos amar a Cristo a menos que
amemos a los hermanos, porque todos estamos atados en el mismo «haz de
vida» (1ª Samuel 25:29) con El. El amor a aquellos que El ha redimido es
una evidencia segura del amor espiritual y sobrenatural al Señor Jesús
mismo. Donde el Espíritu Santo ha obrado el nacimiento sobrenatural, El
sacará esta naturaleza para que se ejercite, producirá en los corazones, vida
y conducta de los santos las gracias sobrenaturales, una de las cuales es
amar a los que son de Cristo, por amor a Cristo.
2. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando discernimos las distorsiones del
amor cristiano. Como el agua no puede levantarse por sí sola del nivel en
que se encuentra, el hombre natural es incapaz de comprender, y aún menos
apreciar, lo que es espiritual (1ª Corintios 2:14). Por tanto no debernos
sorprendernos cuando hay profesores no regenerados que confunden el
sentimentalismo humano y los placeres de la carne con el amor espiritual.
Pero, es triste ver que algunos del pueblo de Dios viven en un plano tan bajo
que confunden la amabilidad y afabilidad humanas con la reina de las gracias
cristianas. Aunque es verdad que el amor espiritual se caracteriza por la
mansedumbre y la ternura, sin embargo es algo muy diferente y muy
superior a la cortesía y delicadezas de la carne.
¡Cuántos padres que idolatraban a sus hijos les han evitado la vara de la
corrección, bajo la falsa idea de que el afecto real y el disciplinarlos eran algo
incompatible! ¡Cuántas madres imprudentes han desdeñado el castigo
corporal y proclamado que el «amor» es la norma de su hogar! Una de las
experiencias más tristes del autor, en sus extensos viajes, ha sido el pasar
algunos días en lugares en que los hijos eran mimados hasta el absurdo. Es
una nociva perversión de la palabra «amor» el aplicarla a la flojedad y laxitud
moral por parte de los padres. Pero, esta misma perniciosa idea rige en la
mente de muchas personas en otros aspectos y relaciones. Si un siervo de
Dios reprime los caminos de la carne y del mundo, si insiste en los derechos
estrictos de Dios, se le acusa de «carecer de amor». ¡Oh, cuán terrible que
haya multitudes engañadas por Satán en este importante punto!
3. Nos hemos beneficiado de la Palabra, cuando nos ha enseñado la
verdadera naturaleza del amor cristiano. El amor cristiano es una gracia
espiritual que permanece en las almas de los santos junto con la fe y la
esperanza (1ª Corintios 13:13). Es una santa disposición obrada en los que
han sido regenerados (1ª Juan 5:1). No es nada menos que el amor de Dios
derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Romanos 5:5). Es un
principio de rectitud que busca el mayor bien posible para los otros. Es
exactamente lo opuesto al principio del egoísmo y la indulgencia en favor de
uno mismo. No es sólo una mirada afectuosa a todos los que llevan la
imagen de Cristo, sino también un deseo poderoso de fomentar su bienestar.
No es un sentimiento frívolo que se ofende fácilmente, sino una fuerza
dinámica que «las muchas aguas» de la fría indiferencia, ni las «avenidas»
de los ríos no podrán apagar ni ahogar (Cantares 8:7). Aunque en un grado
menos elevado es en esencia el mismo amor del que leemos: «Habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Juan
13:1).
No hay una manera más segura de formarse un concepto claro de la
naturaleza del amor cristiano que estudiándolo en su perfecto ejemplo, en
Cristo y por Cristo. Cuando decimos un «estudio concienzudo» queremos
decir que hacemos un reconocimiento de todo lo que los cuatro Evangelios
nos dicen de El, y no nos limitamos a unos pocos pasajes o incidentes
predilectos. Cuando hacemos esto nos damos cuenta que este amor no sólo
era benevolente y magnánimo, dulce y cuidadoso, generoso y dispuesto al
sacrificio, paciente e inmutable, sino que había aún muchos otros elementos
en él. Era amor que podía negar una petición urgente (Juan 11:6), reprender
a su madre (Juan 2A), echar mano de un azote (Juan 2: 15), regañar
severamente a sus discípulos que dudaban (Lucas 24:25), apostrofar a los
hipócritas (Mateo 23:13-33). Era amor severo a veces (Mateo 16:23), incluso
airado (Marcos 3:5). El amor espiritual es algo sagrado: es fiel a Dios; no
hace componendas con nada malo.
4. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando descubrimos que el amor cristiano
es una comunicación divina: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la
muerte a la vida, en que amamos a los hermanos» 1ª Juan 3:14). «El amor a
los hermanos es el fruto y efecto de un nacimiento nuevo y sobrenatural,
obrado en nuestras almas por el Espíritu Santo, es una bendita evidencia de
que hemos sido escogidos en Cristo por el Padre Celestial, antes que el
mundo fuese. El amar a Cristo y a los suyos, nuestros hermanos en El, es
congruente con lo que la divina naturaleza que ha hecho que seamos
partícipes de su Santo Espíritu... Este amor a los hermanos debe ser un amor
peculiar, tal, que sólo los regenerados pueden participar en él, y que sólo
ellos pueden ejercitar, pues de otro modo el apóstol no lo habría dicho así de
un modo particular; es tal que aquellos que no lo tienen no han sido aún
regenerados; de lo que se sigue que «el que no ama a su hermano no vive
en Cristo» (S. E. Pierce).
El amor a los hermanos es muchísimo más que el encontrar agradable la
compañía de aquellos cuyos temperamentos son similares a los nuestros y
con los cuales nos avenimos. Pertenece no ya a la mera naturaleza, sino que
es algo espiritual, sobrenatural. Es el corazón que, es atraído hacia aquellos
en los cuales percibimos haber algo de Cristo. Por ello es mucho más que un
espíritu de congregación o compañía; abarca a todo! aquellos en los que
vemos la imagen del Hijo de Dios. Por tanto, es amarlos por amor de Cristo
por lo que vemos en ellos de Cristo. Es el Espíritu Santo que me atrae para
juntarme con los hermanos y hermanas en los que Cristo vive. De modo que
el amor cristiano real no es sólo un don divino, sino que depende totalmente
de Dios para su vigor y ejercicio. Hemos de orar diariamente para que el
Espíritu Santo lo ponga en acción y manifestación, hacia Dios y hacia su
pueblo, este amor que él ha derramado en nuestro corazón.
S. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando ponemos en práctica rectamente
el amor cristiano. Esto se hace no tratando de complacer a los hermanos o
congraciándonos con ellos, sino cuando verdaderamente procuramos su bien.
«En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios,
y guardamos sus mandamientos » (1ª Juan 5:2). ¿Cuál es la prueba real de
mi amor personal a Dios? El guardar sus mandamientos (ver Juan 14:15, 21,
24; 15: 10, 14). La autenticidad y la fuerza de mi amor a Dios no han de ser
medidas por mis palabras, ni por lo robusto y sonoro de mis cánticos de
alabanza, sino por la obediencia a su Palabra. El mismo principio es válido en
mis relaciones con mis hermanos.
«En esto se conoce que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios,
y guardamos sus mandamientos.» Si estoy haciendo comentarios sobre las
faltas de mis hermanos y hermanas, si estoy andando con ellos en un curso
en que trato de darles satisfacción, esto no significa que «los amo». «No
aborrecerás a tu hermano en tu corazón; razonarás con tu prójimo, para que
no participes de su pecado» (Levítico 19:17). El amor ha de ser practicado de
una manera divina, y nunca a expensas de mi amor a Dios; de hecho, sólo
cuando Dios tiene el lugar apropiado en mi corazón puede ser ejercido el
amor espiritual hacia los hermanos. El verdadero amor no consiste en darles
satisfacción, sino en agradar a Dios y ayudarlos; y sólo puedo ayudarlos en
el camino de los mandamientos de Dios.
El halagar a los hermanos no es amor fraternal; el exhortarse uno a otro,
instando a proseguir adelante en la carrera que tenemos delante, las
palabras que animan a «mirar a Jesús» (corroboradas por el ejemplo de
nuestra vida diaria) son de mucha más utilidad. El amor fraternal es algo
santo, no un sentimiento carnal o una indiferencia en cuanto al camino que
siguen. Los mandamientos de Dios son expresiones de su amor, así como de
su autoridad, y el no hacer caso de ellos, aun cuando sea por cariño o afecto
al otro, no es «amor» en absoluto. El ejercicio del amor ha de conformarse
estrictamente a la voluntad de Dios revelada. Hemos de amar «en verdad»
(3 Juan l).
6. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando nos enseña las manifestaciones
variadas del amor cristiano. El amar a los hermanos y manifestarles el amor
en sus variadas formas es nuestro deber. Pero, en ningún momento podemos
hacer esto de modo más verdadero y efectivo, y con menos afectación y
ostentación que cuando tenemos comunión con ellos en el trono de la gracia.
Hay hermanos y hermanas en Cristo en los cuatro costados de la tierra, de
cuyas tribulaciones, conflictos, tentaciones y penas, yo no sé nada; a pesar
de ello puedo expresar mi amor hacia ellos, y derramar mi corazón ante Dios
en favor suyo, mediante la súplica y la intercesión. De ninguna otra manera
puede el cristiano manifestar su cuidado y afecto hacia sus compañeros de
peregrinación mejor que usando todos sus intereses en el Señor Jesús en
favor suyo, suplicando su misericordia en favor de ellos.
«Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad,
y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos,
no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1ª Juan
3:17, 18). Muchos hijos de Dios son muy pobres en bienes de este mundo.
Algunas veces se preguntan por qué es así; es una gran prueba para ellos.
Una razón por la que Dios permite esto es que otros de sus santos puedan
tener compasión de ellos y ministrar a sus necesidades temporales de la
abundancia de la que Dios les ha provisto a ellos. El amor real es
intensamente práctico; no considera ninguna tarea demasiado baja; ninguna
faena humillante, si por medio de ella puede aliviar los sufrimientos del
hermano. ¡Cuando el Señor del amor estaba en la tierra, pensaba en el
hambre física de las multitudes y en la comodidad de los pies de los
discípulos!
Pero hay algunos de los hijos de Dios que son tan pobres que no pueden
compartir lo poco que tienen con nadie. ¿Qué pueden, pues, hacer éstos?
¡Pueden hacerse cargo de las preocupaciones espirituales de todos los
santos; interesarse en favor de ellos delante del trono de la gracia!
Conocemos por cuenta propia los sentimientos, aflicciones y quejas de que
otros santos se quejan, por haber atravesado sus mismas circunstancias.
Sabemos por experiencia propia cuán fácil es dar lugar al espíritu de
descontento y de murmuración. Pero también sabemos, que cuando hemos
clamado al Señor que ponga su mano calmante sobre nosotros, y cuando nos
ha recordado alguna preciosa promesa, ¡qué paz y sosiego ha venido a
nuestro corazón! Por tanto pidamos a Dios que dé su gracia también a todos
sus santos en aflicción. Procuremos hacer nuestras sus cargas, llorar con los
que lloran, así como gozarnos con los que se gozan. De esta manera
expresaremos nuestro amor real por sus personas en Cristo, rogando al
Señor suyo y nuestro que se acuerde de ellos en su misericordia sempiterna.
Esta es la manera en que el Señor Jesús manifiesta ahora su amor por sus
santos: «Viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebreos 7:25). Cristo
hace de la causa de ellos la suya, y ruega al Padre en favor suyo. Cristo no
olvida a nadie: toda oveja perdida se halla cargada en el corazón del Buen
Pastor. Así, expresando nuestro amor a los hermanos en oraciones diarias
suplicando por sus varias necesidades, somos llevados a la comunión con
nuestro Sumo Sacerdote. No sólo esto, pero también sus santos se nos harán
más queridos por ello: nuestro mismo rogar por ellos como amados de Dios,
aumentará nuestro amor y nuestra estima en favor de los tales. No podemos
llevarlos en nuestro corazón ante el trono de la gracia sin tener en lo
profundo de nuestro corazón un afecto real por ellos. La mejor manera de
vencer el espíritu de amargura contra un hermano que nos ha ofendido es
ocuparnos en orar por él.
7. Nos beneficiamos de la Palabra, cuando nos enseña la manera apropiada
de cultivar el amor cristiano. Sugerimos dos o tres reglas para ello. Primero:
reconocer desde el principio que tal como hay en ti (en mí) mucho que ha de
ser una prueba severa para el amor de los hermanos, habrá también mucho
en ellos que va a hacer difícil nuestro amor a ellos. «Soportándoos con
paciencia los unos a los otros con amor» (Efesios 4:2) es una gran
amonestación sobre este tema que ninguno de nosotros debería olvidar. Es
sin duda singular que la primera cualidad del amor espiritual que se
menciona en 1ª Corintios 13, es la de «es sufrido» (versículo 4).
Segundo: la mejor manera de cultivar cualquier virtud o gracia es ejercitarla.
El hablar teorizar sobre ella no sirve para mucho, a menos que se ponga en
acción. Muchas son las quejas que se oyen hoy en día sobre la escasez de
amor evidente en muchos lugares: ¡ésta es una razón más para que
procuremos nosotros dar un mejor ejemplo! Que la frialdad y desinterés de
los otros no diluyan tu amor, sino «vence con el bien el mal» (Romanos
12:21). Considera en oración 1ª Corintios 13 por lo menos una vez cada
semana.
Tercero: por encima de todo procura que tu propio corazón se recree en la
luz y calor del amor de Dios. Cuanto más te ocupes del amor de Cristo para ti,
invariable, incansable, insondable, más se sentirá tu corazón atraído en amor
a aquellos que son suyos. Una hermosa ilustración de esto se halla en el
hecho que el apóstol particular que escribió más acerca del amor fraternal
fue el que reclinó su cabeza sobre el pecho del Maestro. El Señor conceda la
gracia necesaria al lector y al autor (que tiene de ello más necesidad que
nadie), de observar estas reglas, para la alabanza y gloria de su gracia, y
para el bien de su pueblo.

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